Octavio Campos Ortiz
La violencia en México parece imparable. Más de cien mil homicidios dolosos, la mayoría a manos del crimen organizado. La muerte de 50 periodistas queda en la impunidad, asesinan a más de un policía al día, la violencia política se incrementó en el último año, las masacres continúan, no solo entre bandas rivales, sino de gente inocente, como los once recolectores de aguacate de Michoacán. La inseguridad es el signo distintivo de nuestros tiempos.
La propia autoridad reconoce el incremento en las violaciones de mujeres, continúa el feminicidio como fenómeno de descomposición social, la violencia intrafamiliar tampoco se ha contenido, incluso se recrudeció durante la pandemia y el confinamiento obligatorio.
Durante este periodo aumentaron las agresiones a policías, militares y marinos, cuyos enfrentamientos dejaron muertos y heridos, sobre todo entre los cuerpos de seguridad pública, como la emboscada que sufrieron los uniformados estatales y agentes de investigación del EDOMEX en Coatepec Harinas con un saldo de trece efectivos masacrados.
Cada 24 horas matan a más de un elemento de las fuerzas del orden o castrenses, lo mismo en Tamaulipas que en Michoacán, Guerrero, Zacatecas, Guanajuato, Chiapas o Sonora. Ninguna parte de la orografía nacional escapa a esta incidencia delictiva.
Los atentados contra informadores también van en aumento, no solo con el asesinato artero de 50 comunicadores -los más recientes fueron las víctimas de Chiapas y Guerrero-, sino las amenazas, las agresiones a familiares, los ataques a las instalaciones de los medios, los “levantones” de comunicadores, toda aquella conducta ilícita que inhibe el libre ejercicio del periodismo. Lo más grave es la alta tasa de impunidad -90 por ciento-, que priva en los delitos contra periodistas.
Otra faceta que produce dolor en las familias son los desaparecidos, gente que fue secuestrada por el crimen organizado y no se supo de su paradero. La sociedad civil, las asociaciones de madres buscadoras o las organizaciones de familiares de desparecidos se han dado a la tarea, por años, de recuperar los restos de sus seres queridos o ubicar su paradero. Se han encontrado fosas clandestinas en Tamaulipas, Nuevo León, Coahuila, Sonora y el Bajío, entre otras entidades. Pero esos familiares buscadores tampoco están a salvo; ellos mismos son víctimas del crimen organizado, a los cuales amenazan, secuestran y torturan para hacerlos desistir de buscar a los miles de desaparecidos.
Los desplazados son otro síntoma de la violencia. Varias comunidades de Oaxaca, Michoacán, Guerrero y Chiapas han migrado por problemas de violencia generada por el crimen organizado, la tenencia de la tierra o los conflictos étnicos. Cientos de pobladores tienen que dejar sus comunidades, su patrimonio y sus pertenencias por problemas con los narcotraficantes que buscan quedarse con sus tierras para sembrar droga o les cobran el derecho de tránsito en sus caminos; además de sufrir el robo de sus mercancías. Los problemas agrarios también han dejado violencia, muerte y destrucción. Así surgen las policías comunitarias, aparentes defensores de los habitantes de poblados rurales, pero lejos de proteger a los pobladores, también ellos ejercen la violencia contra civiles como si se tratara del crimen organizado.
No en vano los militares norteamericanos afirmaron que la delincuencia controla la tercera parte del territorio nacional con la consabida generación de violencia. Urge restituir el Estado de Derecho, aplicar políticas públicas de seguridad que se apliquen cabalmente, combatir la impunidad, restituir el tejido social y fortalecer la gobernanza. Ese es el camino.