Octavio Campos Ortiz
Por quinta ocasión, el organismo internacional World Justice Project (WJP) evaluó las condiciones en que se encuentra el Estado de Derecho en México y seguimos reprobados con 0.42 por ciento en una escala del 0 (ausencia total del Estado de Derecho) al 1 (máxima adhesión al ordenamiento internacional). Si bien es cierto que anualmente hemos avanzado tres décimas, en 2020 calificamos con 0.39 por ciento, WJP considera que esa métrica solo representa un estancamiento y persiste el reto de lograr un mayor apego a la legalidad en el país.
Cabe señalar que la organización mundial mide ocho indicadores: ausencia de corrupción, límites al poder gubernamental, gobierno abierto, derechos fundamentales, orden y seguridad, cumplimiento de marco regulatorio, justicia civil y justicia penal. Las entidades peor calificadas fueron Quintana Roo, Chiapas, Tabasco, Veracruz, Puebla, Morelos CDMX, EDOMEX, Guerrero y Jalisco, entre 0.36 y 0.39 por ciento; de “panzazo”, con 0.40 – 0.44 por ciento, Baja California, Sonora, Chihuahua, Zacatecas, Nayarit, Colima, Michoacán, Nuevo León, Tamaulipas, San Luis Potosí, Hidalgo, Tlaxcala, Oaxaca Y Campeche.
Por quinto año consecutivo, estamos lejos de parecernos a los países escandinavos, a los de la masa continental europea, naciones asiáticas como Singapur o latinas como Uruguay y Costa Rica. Así que es un mito el que se haya acabado con la corrupción en México y es banal presumir el pañuelito blanco en las mañaneras, sobre todo cuando no se sanciona el escandaloso caso de SEGALMEX, donde se estafó no solo al gobierno sino a los millones de pobres que serían beneficiarios de ese programa; lo robado es superior a la estafa maestra que tanto criticaron al expresidente Enrique Peña Nieto.
Tampoco se puede esperar mucho del respeto al Estado de Derecho de un régimen cuya máxima es “a mi no me vengan con que la ley es la ley”, o suponer que en México hay límites al poder gubernamental cuando la 4T se ha caracterizado por abolir la división de poderes, combatir a los organismos autónomos e independientes y liquidar cualquier contrapeso a una presidencial imperial, al poder Ejecutivo autocrático.
En menos de cinco años convirtieron al poder legislativo en una oficialía de partes del inquilino de Palacio Nacional, pretenden restarle independencia al poder Judicial y han desaparecido o acotado a los organismos constitucionales autónomos, además de querer controlar a instituciones ciudadanas como el INE o el INAI. La opacidad es rasgo distintivo de estos tiempos.
En orden y justicia, si bien no hemos llegado a ser un Estado fallido, aunque estamos cerca, es una realidad que se ha perdido la gobernanza en muchas regiones del país ante la ausencia o capitulación de las autoridades legítimas. Oficialmente no se reconoce, pero avanza el poder fáctico del crimen organizado, el cual suple en muchos lugares a la estructura burocrática. La aparición de las policías comunitarias o grupos de autodefensa son expresión de la abdicación de los cuerpos de seguridad constitucionales. La función primigenia de cualquier Estado es proteger la vida y patrimonio de sus gobernados, lo cual no se observa en México, y así lo atestiguan los miles de desplazados que hay en Chiapas, Michoacán o Oaxaca que huyen de sus comunidades por temor a ser asesinados ante las amenazas de ser despojados de sus tierras.
Tampoco puede haber seguridad en una nación donde se han asesinado a 160 mil mexicanos en lo que va del sexenio, con lo que superan la cifra de cualquiera de los últimos gobiernos. La inexistencia de una eficaz estrategia de seguridad pública mantiene al país en un eterno baño de sangre.
La corrupción y el uso faccioso de la justicia tampoco permiten los avances en lo civil y lo penal. La justicia se utiliza más como instrumento de venganza política o de amenaza a los grupos opositores.
Lejos estamos de ser como Dinamarca.