Octavio Campos Ortiz
Más allá del uso político y exposición mediática que se ha dado al tema de los 43 normalistas desaparecidos en Iguala una noche de septiembre de 2014, lo verdaderamente importante no se ha esclarecido, ¿Quién mató y quemó los restos de los estudiantes de Ayotzinapa? Sea la verdad histórica o el informe del subsecretario de Gobernación, las conclusiones de ambos trabajos sepultaron las esperanzas de los padres de los desaparecidos de encontrar con vida a sus hijos y en la mayoría de los casos ni los restos para dar cristiana sepultura a sus vástagos.
Los padres de familia han sido utilizados para la conveniencia, primero de un partido político y luego por el gobierno mismo, ya que les vendieron la idea de que ellos sí encontrarían a sus hijos, incluso deslizaban la posibilidad de que, en algunos casos, estarían con vida. La autoridad sabía desde un principio que ya no existían ninguno de los 43, que habían sido secuestrados, asesinados y desaparecidos, pero había una conveniencia política para explotar el drama de los padres desesperados para recuperar algo más que un recuerdo. Pero el engaño duró mientras sirvió a los intereses de la 4T, había argumentos para deslegitimar la hipótesis de la verdad histórica, exhibir como ineficiente, corrupta y cómplice a la administración peñista, se buscaba presentarlos casi casi como autores materiales de esa masacre; pero el tiempo pasó y se agotaba la posibilidad de dar una versión diferente a la de la verdad histórica.
Ya no tenía ninguna utilidad política el medrar con el sufrimiento de unos padres que por ocho años peregrinaron no solo en busca de justicia, sino, lo más importante, dar con el paradero de sus hijos. Por ello, el gobierno federal dio un espectacular carpetazo al asunto y rápidamente elevó la tragedia a un crimen de Estado y cedió los trastos a la FGR para que ahí se deslindaran responsabilidades y consignaran a los culpables. No sin antes sepultar las esperanzas de los 43 padres de familia, a quienes se les confirmó que estaban muertos, como lo decía desde un principio la verdad histórica.
Pero el ministerio público no investiga ahora quién mató a los normalistas y qué hicieron con los restos, busca esclarecer una confabulación política para cuadrar una hipótesis, no muy alejada de la realidad: los estudiantes, confundidos con sicarios de un grupo rival a Guerreros Unidos que supuestamente pretendían quedarse con un cargamento de drogas, fueron secuestrados por policías municipales y entregados a sus patrones, quienes los asesinaron y pretendieron desaparecerlos, aniquilarlos sin dejar huella.
Pero el informe de Gobernación no dista mucho de la verdad histórica, aunque tampoco señala a los autores materiales. Más aún, han salido libres muchos de los detenidos en la anterior administración con el pretexto de la tortura infringida a los presuntos responsables. Pero la nueva versión solo busca sancionar la conducta de los ex servidores de la PGR, encabezados por el titular, Jesús Murillo Karam. Se trata de destruir la verdad histórica y sancionar los abusos cometidos por los investigadores de entonces, pero nadie averigua quién mató físicamente a los normalistas y quién los cremó para borrar evidencias. Ese es el quid del asunto, el verdadero leitmotiv. No el buscar culpables que supuestamente fabricaron una verdad a base de torturas, sino quién mató y despareció a los estudiantes. Nadie habla de ello.
Mientras tanto, Jesús Murillo Karam es exhibido y desempeña el papel de chivo expiatorio para distraer la atención de la opinión pública. A ocho años de la matanza, las cosas se enturbian más y todos parecen responsables: ¿Quién mató a los 43? ¿Fuente Ovejuna, señor?