Octavio Campos Ortíz
Financiados por la industria del opio, los talibanes regresan al poder después de 20 años de una guerra civil que propició la invasión de Afganistán en dos ocasiones, humilló a los ejércitos ruso y americano, dejó miles de muertos, hizo pedazos la economía, empobreció a millones, radicalizó el extremismo islámico, abolió los derechos humanos y fomentó una recalcitrante misoginia.
Los talibanes – “estudiantes”- surgieron a principios de 1990, tras la retirada del ejército soviético, en seminarios religiosos al norte de Afganistán en los que se predicaba la línea dura del islam sunita. En 1996 tomaron la presidencia y el control político de Kabul, la capital del país, e instalaron un régimen integrista sobre la interpretación rigorista de la ley islámica, la “Sharía”.
Para sacar a los rusos, interesados en los recursos naturales afganos como el petróleo y el gas, el cobalto y el litio y por la posición estratégica del país, los fundamentalistas aceptaron el financiamiento y las armas de los estadounidenses. Pero tras los ataques de Al Qaeda a las Torres Gemelas en Nueva York y con el pretexto de capturar a Osama bin Laden, los norteamericanos y sus aliados invadieron Afganistán mediante el operativo Libertad Duradera.
Tras dos décadas de ocupación y más de 80 mil millones de dólares gastados, los Estados Unidos decidieron retirarse, en la peor derrota diplomática y bélica en su historia, solo equiparable a la de Vietnam. En dos décadas no pudo afianzar a un gobierno civil duradero que había avanzado en la creación y respeto a los derechos humanos, sobre todo de las mujeres, cuya participación en la vida política, intelectual y científica fue destacada. Afganistán tiene tantas mujeres en el parlamento como en Estados Unidos. Según el Banco Mundial el 27 por ciento de los escaños del Congreso afgano están ocupados por mujeres desde el 2020.
Al final, el presidente, su gabinete y otros funcionarios abandonaron intempestivamente el país y dejaron a su suerte a la población civil.
El conflicto entre el régimen talibán y los Estados Unidos comenzó el 7 de octubre de 2001 con la invasión de los aliados a esa nación, quienes instalaron un gobierno más o menos democrático en Kabul, pero no pudieron eliminar a los fundamentalistas que mantuvieron el control en varias zonas del país, sobre todo en la frontera con Pakistán. Veinte años duró la guerra y se impusieron los extremistas.
El opio fue el gran aliado de los talibanes, cuyo cultivo ilegal fue administrado por los fanáticos religiosos. Controlaron la producción, el tránsito y la distribución de los opiáceos. Cobraban derecho de piso, impuestos a los cultivadores, a los que comerciaban la droga y hasta a los consumidores. Así se financiaron los 750 mil integristas que forman las filas del talibán. Se estima la producción de opio en más de seis mil toneladas al año, lo que representa el diez por ciento del PIB de Afganistán. Así subvencionaron una guerrilla que adquirió dimensiones de ejército.
El país asiático forma la media luna dorada de la droga junto con Irán y Pakistán.
Las talibanes tendrán ahora un grave problema. La disyuntiva de recomponer la economía sin el apoyo del narcótico o seguir viviendo de él. Su extremismo religioso prohíbe el comercio o uso de la droga, cómo contravenir la ley islámica para obtener esos recursos que entrarían legalmente a las finanzas públicas. Además, si quieren el reconocimiento mundial, su política diplomática deberá basarse en la condena al comercio de las drogas e implementar una política pública que combata ese flagelo. Será difícil renunciar al diez por ciento del PIB. Seguramente continuarán siendo parte de esa media luna dorada para mantener el aparato gubernamental y a sus fanáticos cuadros armados.