El Ágora
Octavio Campos Ortiz
Los linchamientos son el fracaso del sistema de justicia de un país, es el quebranto del Estado de Derecho, es la abdicación del Estado frente al rechazo ciudadano al pacto social. Es inmoral y criminal que la gente tome la justicia por su cuenta. El asesinato cobarde de gente inocente a manos de una turba enajenada, cualquiera que sea el motivo, solo habla de una ausencia de la autoridad, la pérdida de la gobernanza, un vacío de poder político que da pie a la restauración de la venganza social.
En días pasados fue arteramente asesinado un joven profesionista, con gran preparación académica, y prometedor futuro en la administración pública, a manos de verdugos anónimos que se sintieron Fuenteovejuna y, llevados por rumores y sin derecho a una defensa, decidieron en juicio sumario condenar al inerme trabajador del Poder Legislativo, paisano de sus victimarios -su padre era de ese poblado de Huauchinango- y lo inmolaron. Quiénes son el remedo de Fuenteovejuna, la treintena de instigadores que lo apresaron y golpearon, o los doscientos obnubilados pobladores que en la cancha municipal lo quemaron. Es irrelevante sacar del anonimato a estos sedicentes vengadores de inexistente secuestrador de niños. Esa escena se repite muchas veces a lo largo del territorio nacional; el pretexto es el mismo, acusar a extraños de robo de infantes; lo padecieron policías federales en Tláhuac, donde la turba mató a dos agentes y dejó inválido a un tercero. De poco consuelo es saber que Puebla es la entidad con más linchamientos o rememorar que hace 50 años, en Canoa sacrificaron a cinco trabajadores de la Universidad poblana con el argumento de que eran comunistas.
Ante la incompetencia de un Estado fallido, incapaz de proporcionar seguridad y justicia a sus gobernados -función primigenia de todo gobierno-, la población, con razón o sin ella, busca llenar ese vacío de poder. Los instigadores están conscientes de que cometen un delito por aparentar hacer justicia y condenar -sin pruebas-, a inocentes, pero saben que es muy alto su porcentaje de impunidad y baja la probabilidad de ser castigados; se escudan en el anonimato al actuar en masa y contar con la complicidad de los mismos pobladores. Proliferan los inmorales ajusticiamientos y la autoridad no hace nada para prevenirlos o sancionarlos.
Ningún caso se justifica y llama la atención que existan pobladores que arengan a sus vecinos a cometer este atroz ilícito. Pareciera que pretender imitar los castigos que propician los sicarios del crimen organizado a sus víctimas. Son una escuela para estos fallidos vengadores sociales. Las imágenes que proliferan en redes sociales, grabadas por los mismos delincuentes, son también linchamientos y mandan un mensaje. No es ajuste de cuentas entre bandas rivales, sino el restablecimiento -según ellos- del orden social, es una limpia o purga que hacen estos supuestos benefactores de inexistentes secuestradores, asesinos, violadores; en realidad ejecutan a delincuentes rivales, ineficientes halcones, traidores o vendedores de droga ajenos.
Pero cubren sus ilícitas acciones con un manto de protección social, el cual publicitan con eficiencia. El mensaje es doble: entienden los enemigos y la población cree que esos justicieros suplen las omisiones del gobierno. Lo mismo hacen los instigadores, encubren sus conflictos personales o satisfacen su apetito asesino, como psicópatas que se creen redentores.
Algo está mal en la sociedad, pero es peor la inacción gubernamental, que además justifica las acciones delictivas: “se matan entre ellos o donde hay grupos criminales se cometen menos homicidios”. Todavía es tiempo de frenar a esos enfermos mentales que se sienten Fuenteovejuna y evitar que las redes sociales hagan apología de los falsos benefactores de la población. El primer paso es demostrar que no vivimos en un Estado fallido y que hay voluntad política para revitalizar el pacto social.