Por Octavio Campos Ortiz
Nadie puede negar la visión futurista del presidente de la República, contraria a sus pronósticos de abril pasado cuando declaró que ya se había aplanado la curva epidemiológica, para adquirir millones vacunas contra la COVID-19 en beneficio de millones de mexicanos. Para finales del año pasado se anunció el comienzo de la campaña nacional de vacunación.
Sin embargo, no todas las variables dependen de la administración federal. Había la voluntad y el presupuesto para comprar el antígeno, cerca de 150 millones de dosis, pero la producción mundial no satisfacía la demanda nacional. Otros países acapararon casi todos los lotes. Las primeras entregas llegaron a México a principios de año y comenzó la aplicación en el personal de salud de la primera línea para continuar con los adultos mayores.
Pero, otro imponderable, los reclamos mundiales de abasto obligaron a los laboratorios a reprogramar su línea de fabricación y parar la cadena productiva, lo que retrasó por tres semanas el reparto del inoculador.
Para febrero se normalizó la distribución, pero de pocas dosis, las cuales llegaban a cuentagotas y por la mala estrategia logística hubo irritación popular y desgaste de los ciudadanos que esperaron horas o de plano fueron rechazados por falta del antígeno.
Para atender a una mayor población, se tuvo que hacer uso de laboratorios chinos y rusos, los cuales -por cierto-, fueron desestimados el año pasado por no tener la certificación internacional. Poca fe había en la Sputnik 5. Al quite de Pfizer entró AztraZeneca y Cansino.
Como quiera, febrero arrancó con la aplicación de la vacuna a los mayores de sesenta años, población estimada en trece o quince millones. A la fecha se han vacunado, entre personal médico y viejitos, 2 millones 677 mil personas, lo que representa apenas el 2.11 por ciento del censo nacional. Se tardarán dos años en aplicar la vacuna a los poco más de 126 millones de mexicanos.
La crisis sanitaria que padecemos también contamina el juego político. Un reclamo que se ha hecho al régimen es la utilización de los programas sociales con efecto clientelar y parece que con la vacuna quieren hacer los mismo. La inoculación para los ciudadanos es un derecho constitucional a la salud y una obligación del Estado es garantizar esa prorrogativa, por lo tanto, la vacunación debiera ser una acción más de gobierno, solamente una política pública de salud.
Pero curioso es que la estrategia privilegió no las zonas con más contagios, sino alcaldías con alta población marginada y de adultos mayores donde inciden los programas asistenciales del gobierno y, con más facilidad se coopta el voto. Eso hace pensar que un deber gubernamental se aplica de manera discrecional con fines electorales.
Estamos a menos de cien días de los comicios del 6 de junio y parece que las autoridades solo pretenden inocular al voto duro que representan los adultos mayores, a quienes han favorecido con pensiones y otros programas de apoyo, en los cuales se derraman miles de millones de pesos.
La vacuna no es el único satisfactor para el ciudadano, hay irritación y enojo social por la crisis económica y la muerte que ha dejado el coronavirus. Son más los yerros en la estrategia de la pandemia que las vacunas que se puedan aplicar antes de las elecciones. No se debe jugar con la salud de los mexicanos.