Octavio Campos Ortiz
Una de las graves consecuencias del sistema patriarcal y machista que todavía padecemos es la supervivencia de la práctica de los usos y costumbres, sobre todo la venta de niñas para matrimonios infantiles o las uniones pactadas por dinero u objetos.
En estados como Guerrero, Oaxaca, Michoacán, Chiapas y Veracruz hay localidades donde menores entre diez y catorce años son vendidas por sus propios padres a hombres mayores en matrimonio o con fines de explotación sexual a cambio de unos pesos, cartones de cerveza o algunos animales de cría doméstica. Lo peor es que regiones enteras mantienen estas prácticas e incluso excluyen de las comunidades a las niñas o adolescentes que rechazan estos compromisos o escapan del infierno que viven, pero con la advertencia de que no pueden regresar a sus pueblos.
Los usos y costumbres son más difíciles de sostener en pleno siglo XXI, lo vemos con los conflictos políticos que surgen en las asambleas a mano alzada o la designación de autoridades donde se alternan los cargos los grupos políticos. Lo mismo sucede con esta violación sistemática de derechos de la mujer. Las autoridades patriarcales y las conductas machistas quieren imponer las uniones arregladas sin el consentimiento de la mujer, abusan de la corta edad de las menores sin darles oportunidad de que opinen sobre su futuro y su cuerpo; les roban su infancia. Son entregadas a los hombres en matrimonio sin conocerse, en el mejor caso; pero también son víctimas de violaciones de parte de los suegros o caen en las redes de los tratantes de personas para ser explotadas sexualmente.
Quienes son partidarios de estos usos y costumbres se escudan en la pobreza para justificar la venta de niñas. La miseria es generadora de tentaciones y con tal de sobrevivir, los padres ven a las hijas menores como objeto de cambio, como una salida temporal a las carencias casi famélicas de muchas familias en pobreza extrema.
Las entidades donde más se da este fenómeno son las de mayor atraso social, donde a pesar de los programas asistenciales, no se ha podido sacar de la miseria a esos estados. El problema no solo es de recursos, sino de modificar nuestra idiosincrasia, transformar el obsoleto sistema patriarcal que padecemos, erradicar el machismo y construir una cultura de respeto a la mujer, sobre todo a la infancia. Cierto, la pobreza y la marginación provocan esas conductas que no reconocen en los menores a personas con identidad propia que tienen derecho a una infancia plena y a un desarrollo integral. Esas niñas, vistas como objeto, son conducidas a la esclavitud, a las vejaciones y sin ninguna posibilidad de superación, pero son dignas de mejores causas.
Por eso el Estado -sociedad y gobierno-, deben combatir dos frentes. A las autoridades corresponde llevar a cabo políticas públicas que permitan generar empleos, garantizar educación de calidad a los infantes, promover y distribuir riqueza con inversiones público-privadas y crear la infraestructura que comunique a las regiones más alejadas, no solo con caminos y carreteras, sino con las redes sociales, el internet de las cosas, para que niñas y niños tengan acceso a una educación de calidad. También corresponderá a la burocracia desarrollar verdaderos programas sociales, no asistencialistas ni clientelares que solo persiguen fines político electorales.
Por su parte, la comunidad deberá coadyuvar en el fortalecimiento de los valores sociales, recuperar la integración familiar, permitir el sano desarrollo integral de la infancia, abandonar las conductas que propician la violencia intrafamiliar, la violencia intramuros, que tanto daña a niñas, niños y adolescentes.
Solo así podremos erradicar los usos y costumbres que laceran a nuestra infancia y nos hacen ver como una sociedad retrógrada. La pobreza no es justificación para vender a las niñas, el gobierno tiene la obligación de combatirla, sin demagogia ni falsas expectativas, pero es un largo camino que la infancia no puede esperar. Abonemos a la cultura de respeto a la mujer, salvemos a la infancia. México nos lo agradecerá.