Octavio Campos Ortiz
La población femenina en México es de 64.5 millones, es decir, son casi el 52 por ciento del censo nacional. Una mayoría que no se refleja en la vida social, económica y social del país. Lejos está su empoderamiento, cuando son víctimas de un sistema patriarcal que las somete y las violenta de forma permanente.
En pleno siglo XXI, como una sociedad de la década de los cincuenta de la centuria pasada, se mantiene sometida a la mujer en casa, en la escuela, en el ámbito laboral, en la política y en la toma de decisiones del rumbo del país. Más aún, se ha incrementado la violencia contra ellas en todas sus modalidades. El fenómeno del feminicidio es un delito que no ha podido combatir el gobierno y solo ha exhibido la falta de políticas públicas de protección a la mujer y el fracaso de las estrategias de seguridad para contener los ilícitos.
En el 2021, se registró el mayor número de casos de muerte de mujeres desde que se lleva la estadística, e incluso se incrementó el uso de armas de fuego contra las mujeres. No solo es el homicidio doloso, sino el asesinato de ellas solo por ser mujeres.
El pasado, fue un año negro contra la población femenina. Se alcanzaron máximos históricos, a parte del feminicidio, en delitos como la violación, la corrupción de mujeres y sobre todo la violencia intrafamiliar. Un infierno viven las niñas, adolescentes y adultas dentro del hogar. Se presentan eventos de violencia en todas sus modalidades, física y psicológica.
Con un agravante que ofende a la sociedad en su conjunto, la impunidad, que alcanza entre el 94 y 96 por ciento, donde falla la aplicación de la justicia, porque revictimiza a la mujer la policía, los ministerios públicos o los jueces. Esa indiferencia o humillación del aparato burocrático hacen que la gente no denuncia; además de que en muchos eventos de violación, los responsables son los propios familiares o del circulo cercano a la víctima.
Todo está hecho para negarle la justicia a la mujer. Vivimos en una sociedad donde el Estado mismo se ha encargado de tenerla como ciudadana de segunda, a la que se le han negado sus derechos civiles y se fomentan los usos y costumbres de un régimen patriarcal. La autoridad en el seno familiar, en la escuela, en el trabajo es el hombre y pocas veces se toma en cuenta la opinión de la mujer.
El gobierno mismo ha dado muestra de ello. Si una administración ha sido sorda, ciega y omisa con los reclamos feministas, es la presente. Las gruesas paredes y el amurallamiento exterior de Palacio Nacional -al que solo le faltan los fosos con cocodrilos al mejor estilo de los castillos medievales-, son testigos de cómo se han estrellado las protestas por la violencia de género que van del feminicidio, la violación, la violencia familiar, las desventajas laborales, el bulling, el acoso, hasta la falta de oportunidades. Ninguna manifestación ha encontrado eco presidencial, se les acusa de imitadoras de modas extranjeras, anarquistas y mal agradecidas con los programas asistenciales y sus dádivas para palear la pobreza, aunque les hayan quitado las guarderías o los medicamentos para sus hijos con cáncer. No piden limosna, exigen sus derechos y una verdadera equidad de género. Pero papá gobierno no acepta sus expresiones libertarias y de igualdad.
Como sociedad debemos alentar una cultura de respeto a la mujer que erradique el machismo y las prácticas nocivas y -esas sí-, conservadoras de la sociedad patriarcal. Si la comunidad y el gobierno no atienden el movimiento legítimo de las mujeres, peligra la frágil gobernabilidad que tanto defienden los santos varones.