Octavio Campos Ortiz
Una masacre más. 20 muertos no conmueven a las autoridades. La gobernadora dice que es herencia maldita. De la indiferencia a la exculpación.
Mientras tanto, un aparente cabecilla criminal, líder de la Familia Michoacana, explica -cual ministerio público-, el origen de la matanza y ubica a los responsables, a quienes -ahora como impartidor de justicia-, en juicio sumario decide -como acto reprobable de venganza, según él-, matarlos por perpetrar el fallido atentado en su contra, además de perseguirlo después de la balacera en el palacio municipal de Totolapan. Guerrero.
Inadmisible que un presunto delincuente, convertido en autodefensa, confiese a través de redes sociales el asesinato de quienes pretendieron matarlo. Convertido en juez de horca y cuchillo, no solo declaró su crimen, sino que hasta videograbó las camionetas baleadas de sus agresores. Justicia de propia mano.
Más aún, anuncia que irá sobre los autores intelectuales del malogrado atentado que dejó 20 muertos, incluido el edil y el ex presidente municipal. Asegura tener dinero para financiar el operativo de búsqueda de “los tequileros” y amenaza con liquidarlos. Mientras tanto, manda un mensaje pacificador a los habitantes de su pueblo, San Miguel Totolapan: “estén tranquilos, yo los voy a cuidar; nos confiamos, era un pueblo tranquilo, no volverá a pasar. Estén tranquilos”.
¿Y el Estado de Derecho, y las autoridades estatales, es permisible que los ciudadanos tomen la justicia por su cuenta, dónde está la estrategia de seguridad, esta la deben proporcionar las autodefensas, los sicarios, los mismos criminales que se disputan territorio y mercado?
Esas son las preguntas que se hace el ciudadano de la calle. Las escenas que se vieron de la masacre -aunque el término esté proscrito de la narrativa oficial-, dejan preocupación en la gente. Parece que se perdió la gobernabilidad, que el crimen organizado es un poder fáctico con engulle a los poderes reales. La violencia política se ha apoderado del espacio público; es más, de la administración pública misma. No se conformaron con su capacidad corruptora de policías, jueces y autoridades, la imposición de candidatos o el financiamiento de las campañas políticas. Ahora ganan impunidad a sangre y fuego; toman venganza de grupos rivales, desaparecen a ediles que no aceptaron las reglas del juego o no respetaron acuerdos.
Tal vez porque todavía tenemos narcotraficantes de primera generación, nos parecemos a la Colombia de los ochenta, infiltrados en el gobierno mismo y sanguinarios como nadie. Hoy, el país sudamericano cuenta con mafiosos de cuarta generación, delincuentes de cuello blanco y estudios en el extranjero, a quienes ya no les interesa comerciar con droga, sino el negocio de lavado de dinero; por eso han permitido que los cárteles mexicanos operen a sus anchas con la droga de esa nación.
Mientras tanto, aquí nos desangramos, se tiñe de rojo la República. Continúan las masacres, las desapariciones forzadas, la ejecución de políticos y representantes populares. Los gobiernos perdieron el control; son ellos, los malosos, quienes mandan y no se conformaron con hacer boyante su negocio, ahora exigen más. A las adicciones se suma el cobro por derecho de piso -especie de impuesto ilegal a toda actividad económica lícita-, la extorsión, el secuestro y la cooptación de servidores públicos de los tres niveles de gobierno. Buena, hasta imponen a gobernadores.
No es buena lectura lo ocurrido en Totolapan, habla de ingobernabilidad, ausencia, al menos, de las autoridades estatales, cuya gobernadora insiste en recurrir al gastado pretexto de que es consecuencia de lo hecho por las anteriores administraciones. No se puede recurrir a una excusa tan pueril. Urge que los gobiernos demuestren que no se ha perdido la gobernanza, porque ese puede ser el principio de un Estado fallido.