Octavio Campos Ortiz
El PRI no necesitará de un meteorito para extinguirse, le bastará con la ambición de poder de su presidente para desaparecer. En cuatro años pasó a ser una rezagada tercera fuerza electoral del país, se quedó solo con dos gubernaturas y está a punto de perder una. Disminuyó considerablemente su presencia en el poder legislativo y languidece en las presidencias municipales.
El prometedor gobernador de Campeche abandonó temprano el barco para iniciar la aventura de dirigir al tricolor, con el objetivo de renovarlo y recuperar las glorias pasadas. Al poco tiempo vino el Apocalipsis. Se sucedieron las derrotas electorales y lo que es peor, los priistas se volvieron chaqueteros. En desbandada cuadros enteros y representantes populares -gobernadores, diputados, senadores, ediles- dejaron su militancia para cambiarse a Morena. Peor aún, mandatarios estatales se convirtieron en quinta columnas y entregaron la plaza a cambio de cargos públicos o nombramientos diplomáticos. Recientemente, legisladores locales de Sonora renunciaron al partido y migraron rápidamente a Movimiento Ciudadano ante la tentativa de Alito por imponer a la dirigencia del PRI en la entidad. Pretextos no faltan para abandonar el barco, sabedores de que al cobijo de otros movimientos serán recompensados, previa purificación y perdón de sus pecados políticos.
Carlos Salinas de Gortari permitió que el primer gobernador emanado de un partido de oposición, el PAN, llegara a Baja California e inició la era de las “concertacesiones” y el PRI tuvo que entregar triunfos electorales, comenzó así la debacle. Ernesto Zedillo permitió la alternancia en el poder y abandonó a su suerte al instituto creado por Plutarco Elías Calles hace casi un siglo, que se había convertido en un apéndice del gobierno, una Secretaría de Estado más. Doce años después, el efímero regreso del tricolor a Los Pinos se vio ensombrecido por la corrupción de los políticos priistas, lo que provocó el hartazgo social y el voto de castigo que permitió el arribo de la 4T a Palacio Nacional.
Lo demás fue mera consecuencia. Más allá de los escándalos personales de Alejandro Moreno conocidos por la difusión que ha hecho la gobernadora Layda Sansores -hija de un exlíder priista-, de grabaciones ilegales que exhiben el lado oscuro de Alito, tanto en su riqueza personal como su prepotencia y autoritarismo en las lides políticas, la melomanía del dirigente hizo cada vez más antidemocrático al PRI. Llegaron las derrotas por la imposición de candidatos, lo que provocó también la estampida de muchos militantes y la pérdida de gubernaturas. Cabe señalar que la mayoría de los candidatos a mandatarios estatales de Morena eran, hasta hace poco, distinguidos priistas que de la noche a la mañana se sintieron iluminados y decidieron abandonar un partido de corruptos, del cual fueron partícipes.
Si bien es cierto que Alejandro Moreno arribó a un ente en decadencia y sin apoyo económico gubernamental, sus malas decisiones y la falta de habilidad para negociar en escenarios políticos precipitan la extinción del PRI. Por el bien del tricolor, Alito debe dejar la dirigencia nacional para que otro personaje busque la unidad del partido, dé nueva imagen al Revolucionario Institucional y regrese a su propósito original, ser recipiendario de las demandas sociales, hacer que la gente vuelva a creer en una verdadera opción de gobierno y que representa una bien definida postura ideológica, que elimine a los chapulines políticos. Alito, ahora, es un lastre para el tricolor. Urge sangre nueva o militantes más comprometidos.
El PRI era digno de mejor suerte, sobre todo porque dio estabilidad y movilidad social durante ochenta años al país, creo instituciones como el IMSS, el INFONAVIT, la UNAM, el INE, entre otros organismos públicos que garantizan salud, patrimonio, educación y democracia.