Octavio Campos Ortiz
Quienes ya peinamos canas -sobre todo los que afortunadamente todavía tienen cabello-, reconocemos la diferencia entre la Navidades de hace algunas décadas y las actuales. Los que nacimos antes del periodo de la crisis permanente, la hiperinflación y la devaluación de la moneda -a principios de los setenta-, reconocemos un periodo de dicha colectiva, indicador que hoy miden algunas instituciones internacionales para conocer qué tan feliz es una nación. Los mexicanos nacidos en la década de los cincuenta disfrutamos del milagro mexicano, periodo de bonanza económica que posibilitó la movilidad social, crear una clase media urbana y la industrialización del país a través del modelo de sustitución de importaciones. Las familias mexicanas tenían más recursos económicos para festejar y perpetuar las centenarias tradiciones navideñas y, experimentar un sincretismo con las costumbres anglosajonas de Papá Noel y los regalos para los niños luego del nacimiento del Niño Jesús. Afortunadamente, la epifanía de los Reyes Magos se mantiene hasta la fecha.
Luego de las apariciones de la Virgen de Guadalupe, hace casi quinientos años, los frailes españoles utilizaron Las Posadas como un mecanismo pedagógico evangelizador, donde la piñata representa -con sus siete picos-, los pecados capitales y, su destrucción a palos, la redención de los paganos.
Durante media centuria, en el siglo XX, las tradiciones navideñas quedaron restringidas a los dictados de la Curia Romana y la fuerte y monolítica religiosidad mexicana -la conquista hispana no solo fue de dominación y exterminio, sino de profundo catolicismo-, lo que hizo que las Navidades se celebraran para venerar el nacimiento de Jesús y los Reyes Magos como adoradores del enviado de Dios. Mucha Iglesia y poco festejo, salvo los días de muertos, en los que el Creador les da permiso para visitar a sus familias a principios de noviembre.
Pero la industrialización y la formación de la clase media urbana hicieron permeables las costumbres de la cultura anglosajona. La religiosidad dio paso, de nueva cuenta, al sincretismo y las festividades de fin de año se convirtieron en una verbena de eventos que iban de la devoción católica al consumismo. Las Posadas permitieron la fiesta social y pasó a segundo plano la adoración del Niño Jesús, la cual quedó en arrullos y cánticos, pero con rompimiento de piñata y el alcohol, práctica social que permite la fuga a los problemas sociales y personales.
La generación de los cincuenta -todavía millennians, pudo disfrutar de Navidades distintas, misas de Gallo, posadas con piñatas de barro, pedir posada, encender velitas para quemarle el cabello al vecino que iba adelante del latoso, tomar ponche natural, aunque muchos con alcohol, recibir la canastita con colación y entonar la letanía.
El consumismo capitalista nos ha hecho rendir pleitesía a los regalos, a venerar la imagen de Santa Claus y ver a los Reyes Magos como un accesorio de los nacimientos. Aunque las tradiciones mantienen el intercambio de regalos a lo gringo, finalmente quedan las costumbres mexicanas. Las familias siguen respetuosas de las festividades a pesar de que las actuales condiciones económicas no lo permiten a plenitud, como durante el milagro mexicano, cuando había recursos suficientes para compartir. Las Navidades no son iguales, pero la idiosincrasia del mexicano es más fuerte que sus desgracias.
Apostilla: Amigo lector, deseo de corazón que esta Navidad sea un evento que permita la unión familiar, la convivencia en armonía, la realización de proyectos personales y que, más allá de las dificultades económicas y de seguridad de este año, 2023 sea un ciclo de salud y de muchos éxitos. Felices fiestas. Enhorabuena.