Por Octavio Campos Ortiz
Conmemoremos sin afanes patrioteros ni chauvinistas la caída del Imperio Azteca y la fundación de la Nueva España, origen de nuestro país. El 13 de agosto de 1521 capitularon los mexicas y se destruyó La Gran Tenochtitlán, así comenzaron tres siglos de colonización española tras los cuales surge el México Independiente.
A doscientos años de vida soberna, las generaciones posrevolucionarias hemos crecido con una acendrada fobia hacia los españoles, alentada por un mal entiendo nacionalismo que abrevamos de la historia oficial. En este sexenio especialmente se ha querido revivir ese añejo antagonismo, ese absurdo coraje contra los conquistadores que nos hace negar el sincretismo de nuestro mestizaje.
La historia oficial se reescribe con más rencor, mitos e imprecisiones históricas que exacerban un origen azteca recalcitrante que evita descubrirnos a nosotros mismos. En esta nueva embestida contra el mestizaje se incurre hasta en errores históricos como decir que la Gran Tenochtitlán se fundó en 1321 para hacerlo coincidir con la consumación de la Independencia y así tener la posibilidad de mostrar nuestro resentimiento contra los gachupines. Los historiadores serios marcan la fecha de fundación de Tenochtitlán en 1325 -pero entonces este gobierno no podría conmemorar nada-, año en que culminó la peregrinación azteca que salió de Aztlán dos siglos atrás.
El intento por borrar nuestro pasado de conquistados los ha hecho cambiar el nombre del Árbol de la Noche Triste, lugar donde lloró Hernán Cortés su derrota allá en Popotla, por el de la Noche Victoriosa, lo cual no dice nada a los chilangos ni reivindica una nueva batalla; o el quitarle la nomenclatura a la calle de Puente de Alvarado por el de la Gran Tenochtitlán, que por cierto esa calle era un canal a las afueras de la ciudad, lugar donde se hundió el tesoro robado por el conquistador.
Con motivo del aniversario de la caída del Imperio Azteca -el cual sucumbió no solo por las armas españolas, sino por la alianza de los invasores con los enemigos locales de los mexicas, a quienes odiaban sus vecinos por los afanes expansionistas de los guerreros mexicas, así como por los tributos que tenían que pagar los pueblos sojuzgados. No eran muy queridos los herederos de Huitzilopochtli-, la actual administración le quiere hace una estatua a la intérprete que utilizaron los tlaxcaltecas con Cortés, La Malinche -madre del mestizo Martín Cortés-, figura emblemática de la traición en México. La acción reivindicatoria pretende resaltar la imagen de la mujer indígena, pero esta decisión controvertida no satisface a la gente que aborrece el malinchismo.
Los historiadores oficiales insisten en contar la versión de los vencidos, trabajo que les ahorró el gran Miguel León Portilla, pero no es válido insistir en una visión maniquea de la conquista, tan sanguinarios fueron los hispanos como los aztecas e igual de imperialistas. Esta nueva actitud de exigir un perdón por algo que no hicieron los ibéricos contemporáneos, sobre todo cuando no existía ni México ni España es un contrasentido que polariza a la población misma. Esa confrontación es alentada por los testaferros del régimen que llegan al absurdo de proponer que en los terrenos del cancelado Aeropuerto de Texcoco se haga una reproducción a tamaño real de la Gran Tenochtitlán y se explote como parque de diversiones tipo Disneyland. Por lo pronto ya hicieron una reproducción del Templo Mayor en el Zócalo para la magna ocasión.
Más allá de fobias y filias, los mexicanos del siglo XXI deben estar orgullosos de su pasado indígena y europeo, pero entender que el sincretismo de una nueva cultura está más allá de sentirse conquistados. Efectivamente sufrimos tres siglos de dominación, pero llevamos dos centurias de ser independientes y no somos la gran potencia que debiéramos. Le quedamos mucho a deber a la nación, enterremos el pasado y forjemos el glorioso país a que estamos destinados.