Octavio Campos Ortiz
Los ensayos demoscópicos tienen décadas de realizarse, al menos desde 1936 con George Gallup, quien predijo el triunfo del presidente Roosevelt; ese ejercicio de investigación y sondeo se hizo muy famoso en la cultura sajona. En México, Gallup incursionó en los setenta con mucho éxito y no solo midieron desde entonces preferencias electorales, sino del consumidor sobre productos, también auditaron el rating de programas en medios electrónicos, aunque lo que más se conocía en la Unión Americana eran sus sondeos sobre intenciones del votante.
Empresas mexicanas de estudios de opinión le siguieron la pista a Gallup y pretendieron inculcar en nuestra sociedad la tradición norteamericana de pulsar el sentimiento electoral de los sufragantes. No solo se miden los comicios presidenciales, sino los de gobernadores, ediles y legisladores, tanto de candidatos como la popularidad de los servidores públicos en funciones. Todos los cargos de elección popular quedaron bajo el escrutinio de las encuestadoras, cuyas metas se ampliaron con las famosas exit polls, es decir, anticipan los resultados tras entrevistar a los votantes al salir de las casillas, luego de sufragar.
Todo iba bien hasta los comicios del 2000, cuando salvo una excepción, las casas especializadas, daban por seguro el triunfo del candidato priista, pero la empresa de María de las Heras (QEPD), Demotecnia, vaticinó la alternancia en el poder con Vicente Fox. Sus colegas, sus pares, la lincharon, la descalificaron, aunque la verdad era evidente. La investigación de campo no solo comprobó el ascenso del guanajuatense a la presidencia, sino que puso al descubierto que se hacían “estudios demoscópicos” a la medida; esto es, los clientes pagaban para distorsionar la realidad o pretender influir en el electorado e inducir el sufragio.
A partir de entonces, han perdido credibilidad las encuestadoras en sus sondeos de opinión. Más aún, las agencias de Relaciones Públicas contratan esos servicios para hacer cuestionarios o metodologías a modo para candidatos con la intención de agradar al cliente y decirle lo que quiere oír o para descalificar al contrincante, aunque también buscan condicionar a la opinión pública para legitimar a los aspirantes y dirigir su voto.
Sin embargo, corrientes de opinión mejor informadas ya no caen en el garlito, aunque la ciudadanía no deja de padecer la encuestitis previa a todo proceso comicial. Así sucede con las elecciones de 2023 y 2024. Todos los días se publican sondeos en diarios y se trasmiten en televisión y cada empresa da triunfadores diferentes y con distintos porcentajes. Con base en esos resultados, los partidos hacen sus estrategias de campaña y de propaganda. Lo que menos importa es convencer con propuestas al electorado, todavía le apuestan al contagio de rebaño y suponen que, si en las encuestas muchos electores “encuestados” votan por determinado candidato, todos lo harán. Están tan manoseadas, tan manipuladas las encuestas, que lo único que provocan es el incremento del abstencionismo; en muchos sondeos es altísimo el porcentaje de indecisos, gente que no quiere decir por quién va a votar o que seguramente no asistirá a las casillas, por eso, desde hace varias elecciones, el candidato presidencial triunfador gana con menos de la tercera parte del padrón electoral. Ha sido tal el desgaste de los ejercicios demoscópicos, que lejos de ayudar a discernir entre opciones de gobierno, la gente prefiere que otros decidan por ellos o, como siempre ha ocurrido, que la manipulación, el fraude o, ahora, el crimen organizado decidan quién gobernará.