Octavio Campos Ortiz
La terca realidad echa abajo la estrategia de “abrazos y no balazos”; sin embargo, lejos de dar un golpe de timón, el gobierno federal se empecina en no hacer uso legítimo y proporcional de la fuerza frente al crimen organizado, a pesar de las 120 mil vidas sacrificadas en menos de cuatro años. No solo es una tragedia la cifra en si misma, sino el problema de ingobernabilidad que representa. Hay un vacío de autoridad que rápidamente ocupa la delincuencia.
Frente a la evidencia de los hechos, pero sin querer valorar la posibilidad de estructurar una nueva política de seguridad pública, la 4T mantiene su postura de no agresión, aunque hay la inminente posibilidad de convertirse en un Estado fallido. Un duro golpe a la credibilidad del proyecto político de Palacio Nacional fue el asesinato de dos sacerdotes jesuitas y un guía de turistas en un municipio de la sierra tarahumara en Chihuahua. El fatídico evento irrumpió en la narrativa oficial y le imposibilitó marcar la agenda como se acostumbra diariamente. Ante los reclamos de la comunidad, la Iglesia católica, el mismo Vaticano y otras esferas de la sociedad mexicana e internacional, vino la cerrazón y el echarles la culpa a anteriores administraciones, hablar de un complot, de una campaña de desprestigio, de una estrategia de los conservadores para boicotear el proyecto político de la 4T. Nada más alejado de la realidad.
La trascendencia mediática del artero crimen contra los clérigos jesuitas acaparó la atención de la opinión pública por lo deleznable del atentado. Pero solo es una muestra de la descomposición social que priva en el país, de la actividad impune que realizan los delincuentes a sabiendas de que no serán castigados, de que el narcotráfico nulifica a los gobiernos civiles, de que como señalan los militares norteamericanos, se ha perdido la gobernabilidad en el 35 por ciento del territorio nacional. Persisten las masacres, los “levantones”, los ajustes de cuentas, el secuestro y la extorsión. Amén de la ignominia que sufren las fuerzas armadas a manos de criminales o pobladores, impedidos de ejercer sus funciones. El Ejército ha sido desacreditado.
Está por demás culpar a los gobiernos neoliberales, a los conservadores o la prensa vendida, son clichés que no permean en la gente y que no corresponden a la triste realidad. Se buscarán más distractores para no reconocer que ha fracasado la política de “abrazos y no balazos”; seguirán los muertos, ya no importa si son más o menos que en las administraciones panistas o priistas, finalmente son mexicanos que han perdido la vida, no solo narcotraficantes, sicarios o policías, sino gente inocente que se ve fríamente como daño colateral.
Hay indignación más que justificada en los círculos eclesiásticos -aunque no son las primeras víctimas religiosas en esta fallida estrategia-, pero llamó la atención por la crueldad del crimen contra dos buenos pastores que ofrendaron toda su vida al bien de la comunidad. Por eso no es válido que el gobierno quiera ocultar sus errores, omisiones o terquedades queriendo hacerse la víctima y con la fabricación de cortinas de humo. También es una actitud criminal no asumir su responsabilidad en la seguridad que debe brindar a todos los ciudadanos, esa es la función primigenia de todo Estado. En eso nos queda a deber. No más excusas o pretextos, no más culpas al pasado, la realidad es de hoy y la historia no perdona.