Octavio Campos Ortiz
Una de las libertades más preciadas que tiene el ser humano es la de expresión, garantía que debe tutelar todo Estado de Derecho, sobre todo en un sistema democrático como el nuestro. Por ello, desde la Constitución de 1917 y con la Ley de Imprenta, se plasmó el derecho inalienable de la libre manifestación de las ideas y la libertad de prensa, que no tienen más límites que el respeto al derecho de terceros.
Conquista del movimiento armado de 1910 fue la libertad de expresión y de prensa, con lo que nos colocamos como la primera revolución social del siglo XX que garantizó el ejercicio periodístico, función fundamental de la vida democrática.
Sin embargo, en el México contemporáneo, se vive una crisis de la actividad informativa, donde las estructuras gubernamentales mismas han acallado las voces críticas de los comunicadores. No solo los caciques políticos de mediados y finales del siglo XX reprimieron la labor de la prensa cuando se denunciaban los excesos de los poderes político y económico y las injusticias contra los desposeídos. En los ochenta también hubo crímenes de Estado que enlutaron al periodismo mexicano, como la muerte del columnista Manuel Buendía, asesinato que no se esclareció completamente y que involucró a las más altas esferas de la administración pública federal de aquellos tiempos.
El siglo XXI no fue nada halagüeño para el gremio periodístico, a las consecuencias de la máxima caciquil de la política mexicana de plata o plomo, se sumó la violencia política del crimen organizado que ha diezmado las filas de los trabajadores de los medios. Tal vez más letal que las agresiones desde el gobierno mismo -se supone que en el 60 por ciento de las agresiones contra periodistas, la autoría es de autoridades estatales o municipales, y el 40 por ciento se atribuye a la delincuencia-, los grupos criminales han logrado la autocensura en los medios, disminuido el periodismo de investigación en temas policiales o de narcotráfico y han creado zonas de silencio en buena parte del país.
Aunque en mi opinión es demasiado rigorista la clasificación, México está en el ten top de las naciones con más asesinatos de periodistas, pero hay que tomar con reserva el dato. Lo que es una realidad es que, en los últimos años, se han incrementado las agresiones contra los comunicadores, categoría -por cierto-, que se ha extendido al periodismo digital y otras expresiones de la divulgación de noticias o comentarios, sin que el autor sea propiamente un periodista en el sentido estricto del término, esto es, informa no desde un medio de comunicación tradicional.
Independientemente del medio, si es condenable que se atente, intimide o reprima a los informadores. Por ello, el gobierno mismo creó un Mecanismo de Protección a Periodistas y Defensores de Derechos Humanos, el cual -a diez años de su establecimiento-, está rebasado por las circunstancias y el propio régimen se alista a actualizarlo, incluso mediante consultas a periodistas, opinadores e invetigadores.
Desde mi óptica, la estrategia no debe ser reactiva ni solo de protección, sino proactiva, de prevención que permita focalizar loa puntos rojos, es decir, tener una base de datos real que visibilice escenarios y actores susceptibles de ser agredidos. Monitorear el trabajo profesional de los comunicadores y sugerir la protección de los mismos y garantizar su actividad informativa. De nada sirve la custodia tardía, hay que prevenir.
Si se tiene detectado que el 60 por ciento de los agresores son servidores públicos, que se seguimiento a su comportamiento y se haga énfasis en los señalamientos o críticas que se hacen de esos malos funcionarios.
Permitir que sigan las agresiones solo coartará la libertad de expresión y aumentarán las no deseables zonas de silencio. Fortalecer la libertad de expresión es fortalecer la democracia.